¡Voglio una donna!

¡Voglio una donna! 11

Había escuchado comentarios sobre esta película a mis padres, que la disfrutaron en el cine en los setenta, cuando yo era un pre-adolescente. Imagino que no me contarían mucho, pero guardo el recuerdo de la alegre cara de mis padres satisfechos por habérselo pasado tan bien viéndola. Hace un par de años tuve la oportunidad de verla -desgraciadamente no en un cine- y lo cierto es que cumplió de sobra con las expectativas, que, de jovencito, yo me había hecho: es realmente un film de cual se sale con una sonrisa de oreja a oreja y la diversión está garantizada. Sin embargo, negaré ante cualquiera que Amarcord sea una comedia, o una película para rendir risas a las primeras de cambio.

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Le cuadra perfectamente a este film de Fellini (y perdón por la pedantería) lo que dice San Agustín al principio de sus Confesiones: «Y así, poco a poco, comencé a darme cuenta dónde estaba, y a querer mostrar mis deseos a los que podían satisfacerlos, pero no podía, porque mis deseos estaban dentro y aquellos fuera y no podían entrar en mi alma por ninguno de sus sentidos». Claro, que para eso se inventó el cinematógrafo, para que artistas como Federico Fellini puedan abrir el corazón, vaciar el saco (de las vivencias personales) y dejarnos obras de arte personalísimas a medio camino de la biografía, la confesión adolescente, o la caricatura cruel… obras de arte cuyos puntales se cimentan en los recuerdos sobre los aprendizajes sensuales, sexuales, en la ineludible llamada del deseo precoz de aquel adolescente que también fue Fellini.

Colaboró en el irónico y alusivo guión Tonino Guerra, más conocido por sus textos para otro cinesta italiano, Antonioni; ese que siempre recordaré con afecto por haber sacado a los míticos Yardbirds (con Jimmy Page y Jeff Beck) en su film Blowup; y por supuesto su inseparable Nino Rota en la composición de la música, y no digo banda sonora porque sería poco menos que un insulto, tratándose de quién se trata. De hecho, una de las características más reconocibles del film es precisamente su música, esa melodía decadente como un ruinoso palacio romano del Bajo Imperio, engullido por la hiedra y los hambrientos musgos, que se va repitiendo una y otra vez a lo largo de los 127 minutos del celuloide.

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El fascismo, las costumbres sociales, los trabajadores, los profesores, el sexo, el amor romántico, la religión, etc, todo se critica y se pone en solfa, sin piedad, pero al mismo con una gracia -y cierta ternura- que engatusa al público sin piedad. La fotografía, tan cuidada, que acentúa el caracter de ensoñación del film, la puesta en escena, magistral como siempre en Fellini, y, en este caso nada cargante como en otros de sus largometrajes, engrandecen unos diálogos llenos de dobles sentidos y de punzantes palabras muy ocurrentes; añádanse los maquillajes y peinados y trajes deliberadamente espantajosos, y lo que se obtiene es una de las mejores películas de todos los tiempos y a mi juicio la mejor parida en Italia, tierra de enormes cineastas por supuestísimo.

El elenco de personajes es entrañable: la maciza del pueblo «la Gradisca», el grupo de adolescentes gamberros, el músico ciego, la estanquera de titánicos pechos, el padre del protagonista «Aurelio», la ninfómana «la Volpina», el abuelo… hay muchas escenas destacables en las que participan, que han pasado a la historia del séptimo arte, pero yo me quedo con esa en la que el abuelo se pierde en la niebla y cree que ha muerto y resulta que está en la puerta de su casa… toda una alegoría socarrona de la toma de conciencia de la muerte…

Y bueno, otro día hablaremos de la monja enana, que ésa merece un texto aparte. 

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