Me estoy hartando de decir esto en la mayoría de crónicas y críticas de este Festival de Sitges 2010, pero Outrage, para las expectativas que despertaba, viene a ser otra de arena (igual que pasó con The Ward de John Carpenter).
Con Outrage se esperaba una película mejor, y no sólo porque Takeshi Kitano volvía al cine negro, sino porque lo hacía con una genuina película de yakuzas, un subgénero con el que ha sacado algunas de sus obras maestras como Zatoichi o Brother.
La trama de Outrage gira entorno a una conspiración a cuatro bandas entre familias mafiosas, así que la traición y los asesinatos están al orden del día; ergo sobre el tablero se dispone una sencilla historia para que el realizador japonés sacara a relucir su mejor versión que, incomprensiblemente, no llega en ningún momento.
El problema reside en un guión muy flojo, que traza una historia sin mordiente con una trayectoria constante, ornamentada con constantes chispazos de violencia y el peculiar estilo del director, con planos larguísimos, un avance lento y llenando todos los personajes y situaciones de comicidad.
Cierto es que las risas y los aplausos se hacen oír con cada cabeza reventada y cada órgano amputado, pero también se hace oír el murmullo de la gente que se está cansando de ver una película que no va a ninguna parte.
Vencer sin convencer es lo que consigue Takeshi Kitano con Outrage, pero a un director como él hay que pedirle más. No es suficiente que se corte el dedo meñique en señal de disculpa de la misma forma que lo hace en la película, esto no vale, somos más exigentes.