Cuando Borja creció, Pancete se quedó encerrado en un baúl. Luchó por salir día tras día, pero nadie lo escuchaba. No entendía lo que pasaba. ¿Por qué no iban a pisar charcos cuando llovía? ¿Por qué ya no lo llevaban a comprar a donde Baldomero el pipero? Pancete lloró y lloró hasta que el relleno de su interior se empapó tanto que estuvo constipado más de dos meses.
Después de ese tiempo comprendió que no volvería a ver a Marina la Mandarina, ni a mamá, que los llevaba de paseo con cuidado de que nadie cogiese frío. Pancete descubrió que todas esas historias que habían vivido juntos ya no iban a volver y que lo habían desterrado como a un juguete viejo.
Y durante muchos, muchos años, Pancete durmió en la oscuridad pensando que todo aquello había sido una pesadilla. Pero un día, lo despertó un olor a manzana. Un color que recordaba muy bien, aunque hacía mucho tiempo que lo había percibido por última vez. La dueña de ese olor lo rescató de su encierro y lo puso guapo, como hacía tanto que no lo arreglaban. Y aunque los movimientos de las manos eran los mismos, estaban mucho más cansadas que antes.
Cuando volvió a tener el mismo aspecto de siempre, Pancete recuperó la esperanza. Seguro que Borja se había acordado de él. Que todo había sido una pesadilla y que volverían a estar juntos para siempre. Pero no fue así. Su Borja no volvió nunca. Pero sí Marina la Mandarina. O alguien que se parecía a ella y que lo llevó de la mano hasta un ser pequeñito e indefenso como había sido Borja antes. Y Pancete volvió a sonreir. Porque supo que durante varios años, volvería a ser el mejor amigo de un niño.