Con la cinta blanca Michael Haneke alcanza su madurez artística hasta unos límites difíciles de determinar. Su nueva película seguramente es su obra más precisa y elaborada de todas, medida al mílimetro en cada segundo de metraje.
Lo primero que uno puede decir de la cinta blanca es que es un film incómodo, difícil de tragar; muy de Haneke, vaia. La película es larga y lenta. Como es habitual en el realizador alemán, construye la historia con planos secuencia eternos y austeros, pero con mucha carga.
La fotografía en blanco y negro, la mirada gélida de la cámara y la potente carga emocional de cada plano muestran al Haneke más riguroso y virtuoso, fiel a su estilo, pero con más mano de artesano que nunca.
El ambiente opresivo y tenso es una constante, y tiene la capacidad de crear escenas durísimas sin acabar de tensar la cuerda y desembocar en el caos absoluto de la violencia y la oscuridad del ser humano.
En la cinta blanca Haneke se contiene, muchísimo. La historia que se trae entre manos así lo pide, de hecho, y la construcción artística del film va acorde con lo que cuenta.














