¡Silencio!… se rueda

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A menudo parece que olvidamos que las artes escénicas son también una manifestación literaria. Por ello no es lo habitual hablar de cine en una columna literaria o de libros en una de cine. No obstante, me permitiré romper esa Metropoliscostumbre al menos una vez. Hablemos de cine.

Para bien y para mal, la gran mayoría de las personas sólo conocen la Ciencia Ficción (en adelante CF) a través de las imágenes proyectadas en una sala de cine -o en las consabidas reposiciones de su hermana menor que nos espera fielmente en casa- a veinticuatro imágenes por segundo. Para bien, porque gracias a ello los que amamos este género tenemos la posibilidad de compartir nuestra pasión con muchos otros; y para mal, por lo pésimamente representada que queda la pobre CF por la industria del celuloide.

La CF, para el común de los mortales -incluso muchos de ellos lectores consumados- es sinónimo de batallas espaciales con gigantescas explosiones que retumban incluso en el vacío absoluto, de cowboys armados con rayos láser o de nuestros enemigos de siempre (como antes los soviéticos o ahora los terroristas islámicos, qué se yo) extrañamente disfrazados con alienígenas complementos. Pocos de ellos sabran que la primera película del género, Le voyage dans la lune (Viaje a la luna) del francés George Méliès fue producida cuando el cinemascopio contaba con tan sólo siete añitos de vida. Una verdadera pionera en el séptimo arte.

De todas maneras, el medio manda… o como estableció McLuhan: el medio es el mensaje. En el cine, o al menos en el cine que persigue hablar de millonarias taquillas, priva lo espectacular, las imágenes efectistas. Y de eso la CF, en particular la denominada «space opera» (ya hablaremos más adelante), tiene mucho de donde sacar. Sin embargo, las sutilezas conceptuales de un Delany o el enorme abanico de emociones de una Ursula K. Le Guin o una Octavia Butler difícilmente sobrevivirían al proceso de filmación.

No obstante, de vez en cuando, surge una luz en la oscuridad y aparecen verdaderas joyas escondidas en medio del estiércol. Una de esas joyas es Metropolis del director alemán Fritz Lang. Metropolis se estrenó en el lejano año de 1927 y, aparte de ser uno de los referentes del expresionismo cinematográfico es una muestra de un extraño paradigma: la película es mejor que el libro.

No me entretendré desgranando el complejo y en algunos momentos realmente denso argumento de las tres horas de duración del filme -reducidas a poco más de dos en la restauración del año 2002 (que no he visto) -, tan sólo comentaré que en él se plasmaron de forma magistral los temas que más adelante llegarían a convertirse en verdaderos jinetes del apocalipsis: la alienación neutralizadora, el totalitarismo nazi, la lucha de clases en su forma mas destructiva, etc. El final, tal vez lo menos agraciado de la historia, nos presenta una visión esperanzadora en la que… pero no, dejaré que vosotros mismos lo averigüéis