«Infarto fulminante», afirmó vehemente el médico que sólo pudo certificar la muerte del escritor. Nadie reparó en la mancha negra que goteaba desde el tintero, ni leyó el papel arrugado que había en el suelo. El inspector de policía más joven creyó advertir un leve movimiento en la papelera, pero pensó que eran alucinaciones. El homicida había saltado de hoja en hoja, asesinando a todos los personajes que encontraba a su paso. Era el crimen perfecto.
Lo había planeado todo desde que terminó de formarse en la mente del escritor. Pero él no pudo saberlo porque optó por el punto de vista heterodiegético y, por ello, no conocía nada de lo que ocurría en el interior de los personajes. Era un narrador testigo que se limitaba a contar lo que ocurría, pero no lo que pensaban sus creaciones. Así que nunca supo que había creado un asesino desde el primer momento.
Todo ocurrió muy rápido, tanto que las 550 pulsaciones por minuto no fueron suficientes para plasmar en la pantalla todo lo que había ocurrido. Tampoco importaba mucho, porque al caer sobre el teclado el documento se cerró y nadie pudo leerlo. A la policía no se le ocurrió buscar en el historial de autoguardado por si quedaba alguna pista. Todo era demasiado sencillo como para intentar complicarlo con investigaciones absurdas. Además, estaba a punto de acabar su turno.
El asesino de las letras nunca fue descubierto. Tampoco cometió más crímenes. Porque no había pensado que al acabar con la vida del escritor, también había acabado con la suya…