En el mundo de las finanzas hay un antes y un después del 15 de septiembre de 2008. Ese es el día en el que Lehman Brothers hizo pública su quiebra. Aunque la crisis financiera global que se desató inmediatamente después no fue la consecuencia directa de ese traspiés, ha resultado ser un punto de no retorno en la forma de actuar de los principales agentes económicos mundiales -gobiernos, bancos centrales, instituciones internacionales, los principales bancos, las grandes compañías, las agencias de calificación, etc.
El optimismo generalizado que caracterizó al sistema financiero económico mundial, y que se apoyaba en un crecimiento sostenido desde principios de siglo, creó un estado de ánimo y de opinión que invitaba a pensar que el sistema podría seguir así indefinidamente. Consecuentemente, no se tomaron medidas de control pues eran percibidas como obstáculos al crecimiento. Ese error se pagó con una recesión de la que se comenzó a salir a partir de 2016. Además, en España, causas internas (la burbuja inmobiliaria e hipotecaria) se conjuraron con las turbulencias mundiales para originar una restricción de los créditos de la que apenas empezamos a recuperarnos en 2018.
A la recuperación han contribuido nuevos actores y nuevas formas de entender el negocio financiero. Es ya un lugar común que las crisis son a la vez una oportunidad para realizar cambios. Nuevos operadores como las empresas de crédito online han hecho aparición con fuerza ocupando un espectro del mercado que demandaba un tipo de servicios que las entidades pre-Lehman Brothers, no podían o no querían satisfacer. Ahora se manifiestan novedades como el fintech -la entrada de las empresas tecnológicas en el negocio crediticio-, el blockchain -el principio de la descentralización de las finanzas- y el MVP de todos estos nuevos fenómenos, que en el fondo es la garantía del surgimiento y de la sostenibilidad de todo este nuevo universo económico: el big data.
Sin embargo, los reguladores políticos no han querido dejar exclusivamente en manos del mercado la misión de control del sistema financiero. Por ello países como España han legislado a finales de 2018 para fijar un marco y unas reglas de juego a las entidades financieras, sobre todo a los bancos tradicionales, en aspectos tan importantes y esenciales para su funcionamiento como el nivel de la deuda y el de las operaciones de riesgo. Con ese objetivo en mente se aprobó el pasado diciembre un real decreto que da lo que se ha dado en llamar “herramientas macroprudenciales” al Banco de España, a la Comisión Nacional del Mercado de Valores (CNMV) y a la Dirección General de Seguros y Fondos de Pensiones para controlar la acción de los operadores financieros.
Asimismo, la ley no solo permite controlar a los bancos y las entidades financieras, sino que da potestad a los organismos reguladores para fijar las condiciones que los solicitantes de préstamos deberán cumplir para poder hacer efectivos contratos crediticios. Habrá un tope de endeudamiento -las cuotas mensuales de los préstamos- que se medirá como un porcentaje de la renta disponible, o de los avales, que acredite el prestatario. Dicho concepto se conoce en la terminología financiera por la expresión inglesa ratio loan to value. Para explicarlo con un ejemplo, se podría obligar a alguien que gane 1000 euros al mes, a que no pudiera contraer préstamos que le obligaran a pagar más de, digamos, 333 euros mensuales -el ratio loan value sería aquí del 33.3 %.
Con este panorama, todos los actores sufrirán restricciones en sus capacidades de financiación lo que en principio no es una buena noticia. No obstante, como decíamos más arriba cuando hablábamos de las crisis, los nuevos marcos reguladores son una limitación y una oportunidad para que tanto las compañías que otorgan préstamos y créditos como sus clientes establezcan nuevas relaciones y operen en un nuevo marco de responsabilidad y confianza mutua. Todo ello necesariamente tiene que redundar, y así lo esperamos, en beneficio del sistema financiero en su conjunto.