En alguna parte leí que a Alfred Hitchcock no le gustaba hacer películas de época, con trasfondo histórico, porque pensaba que los actores no se comportaban de manera natural, no se desenvolvían en el entorno, o con los vestidos, de una manera convincente. Así pues, La Posada de Jamaica supone una rara excepción, aunque no la única, dentro de la filmografía del director inglés. Supongo que si se decidió a dirigir este film, la razón fue en gran medida su devoción por la obra de la escritora inglesa Daphne du Maurier. De hecho, Hicthcock en breve adaptaría otra novela suya, convirtiéndola en una obra maestra absoluta del arte cinematográfico -estoy hablando de Rebeca por supuesto- y posteriormente uno de sus relatos de misterio le dio el argumento a otro de sus filmes más famosos: Los Pájaros.
Yo lamento contradecir la opinión de don Alfredo, pero al menos en un caso, Charles Laughton, da igual que vaya engalanado con los ropajes de un magistrado del siglo XIX , porque se las arregla para dar la impresión de que va ataviado con la ropa de su día a día, sin olvidar mencionar que se sienta en las sillas -sean del tipo que sean- como si tal cosa, o que se pasea por los decorados -nobles salones, modestas habitaciones, fingidos desembarcaderos…- como Pedro por su casa.
En esta película se estrena como protagonista femenina una jovencísima Maureen O’ Hara, con dieciocho añitos nada más, realmente guapa en su papel de intrépida heroína que lucha por su amor y para que se imponga la justicia en unos parajes alejados de la mano de los dioses y de los hombres. No obstante, la presencia de Laughton monopoliza el interés del espectador de un modo apabullante desde el primer momento en que se presenta en escena. El personaje de un magistrado corrompido de Cornualles (en el libro es un vicario sim embargo) distinguido y de delicados modales -especialmente con la protagonista- pero codicioso e inmoral, le va como anillo al dedo… en cierto modo, parece este papel una especie de antítesis de aquel que hiciera en El Capitan Kidd de Rowland V. Lee, en donde justamente daba vida a lo contrario, a saber, un villano, un vulgar pirata, que, al verse enriquecido por sus florecientes rapiñas en el mar, quiere convertirse en un señor, y, para ello, se hace acompañar de un asistente que le da clases de galantería y le enseña a ser cortés y educado.
Observó el filósofo jónico Tales de Mileto que el origen de todo -la naturaleza al completo- reside en el agua; cabría apostillar que en esta historia, el agua, el océano, principio es de todo Bien, pero también de todo Mal. La acción es realmente trepidante y el ambiente lóbrego y miserable; el sol apenas asoma la nariz entre tanto rudo fenómeno meteorológico y tan inhóspitos paisajes. Somos testigos de una ficción barnizada de pasado, pero que no deja de ser una historia de intriga, tan del gusto de Hitchcock, y curiosamente, un relato en el que enseguida se nos dan las claves para saber quienes son los buenos y quienes los malos; el verdadero reto es, por lo tanto, averiguar quienes, entre todos esos seres, se desdecirán y se comportarán con clemencia o cuando menos con indulgencia; de manera anómala sí, para ser unos truhanes; pero de modo esencialmente humano y por eso mismo espontáneo y simple. Quizás tenga que ver en este planteamiento, la esmerada educación católica que Alfred Hitchcock recibió de niño…
Hay una relación, totalmente secundaria y prescindible para el desarrollo de la trama, entre dos personajes que, al menos para mi, resulta entrañable. Se trata de la relación del infame Humphrey Pengallan con su criado Chadwick. Ésta oscila entre el desprecio mutuo y la amistad nunca declarada entre ellos. Hay una secuencia, allá por el minuto treinta y ocho que lo dice todo: cuando el criado le pasa las facturas del carnicero, del panadero… y el magistrado le tira los papeles al suelo en un ataque de ira. Pengallan (Laughton) desciende las escaleras y se disculpa complaciente; su rostro,su voz, sus gestos, son todo arrepentimiento; los ojos de Chadwick, puro afecto. Y es que Hitchcock siempre fue un maestro del desfase entre lo que se dice y lo que la cámara muestra.