De verdad, no le gusta a casi nadie. ¿A quién le puede interesar una novelita de terror escrita por un reputadísimo autor… de ciencia ficción? Con ese estilo tan poético y recargado… No, ni siquiera resulta atractiva para los lectores de novela de terror actual, acostumbrados al ritmo cinematográfico, al realismo sucio y al estilo llano de un King, un Straub o un Koontz.
¿Y los lectores irónicos? No, tampoco la disfrutarán. Demasiado naif y bienintencionada. ¿Dos niños perseguidos por brujas y monstruos de un circo ambulante? Venga, hombre, menudo pastelón.
Los críticos la detestan. Hiperbólica, sobreadjetivada, pretenciosa y pueril. Con esa burda metáfora del tiovivo, la niñez y la inocencia perdidas, y qué decir del final, empalagoso hasta la indigestión.
Todos ellos tienen razón. Es una novela que provoca desaliento e incomodidad, como una bolsa de dulces que no se acabase nunca, convirtiendo nuestra gula en una pesadilla.
Y sin embargo…
Si yo hubiera escrito La feria de las tinieblas, creo que ya me podría morir tranquilo. O por lo menos dejaría de escribir. ¿Para qué seguir? Nunca lograría una obra más hermosa. Nunca mejoraría el estilo. Nunca hablaría de cosas más importantes.
(Pero usted viva muchos años, por favor, señor Bradbury, y siga escribiendo. Le deben un Nobel)