Alexander Payne se ha abonado a las historias de búsqueda de una catarsis personal a través de un viaje de trayectoria circular, partiendo del abandono de un Yo pasado y llegando al descubrimiento también de uno mismo. Lo interesante de los planteamientos de Payne, identificables ya en Entre Copas y en A propósito de Schmidt, es que surgen de la desorientación del protagonista respecto a los intríngulis dramáticos de su alrededor que, sin llevarlo a una crisis catártica, hacen que se plantee preguntas acerca de su vida y el sentido de su propia existencia.
En Los Descendientes conocemos a Matt King (George Clooney), cuya esposa ha quedado en coma por culpa de un accidente y la convalecencia de ella destapa las miserias de su vida: ha sido un padre y un marido ausente y un hombre distanciado de sus primos y hermanos debido a su posición de apoderado de unas tierras de propiedad familiar. Cuando descubre que su esposa le estaba engañando con otro hombre se lanza a una investigación desesperada para saber quién es, con la esperanza de que conocerlo le servirá para entender los sentimientos de su mujer y, de rebote, para encontrar la raíz de sus errores.
Sin ser una road movie, Alexander Payne fotografía el viaje de Matt y de sus dos hijas con una naturalidad casi documental que desidealiza el marco paradisíaco y profundiza en la vertiente humanista, dotándola de una dimensión simbólica gracias a la subtrama de especulación urbanística: de la misma forma que los edificios y los campos de golf ocultan la tierra virgen, la fijación por resolver problemas triviales nos hace perder de vista lo que es realmente importante.
Con esta sinergia naturalista y la insistencia de Payne para huir del drama, Los Descendientes evoluciona como una tragicomedia emocionante y divertida, pero también extremadamente cruda (es especialmente impactante el hecho de que no haya ninguna palabra amable para el cuerpo inerte de la mujer comatosa) y sentimentalmente honesta, sin ninguna lágrima derramada a destiempo ni una risa buscada.