Quiero pensar que Vicente Verdú estaba de guasa cuando publicó sus Reglas para la supervivencia de la novela en noviembre pasado; de hecho creo que la lectura correcta de su artículo es justo la inversa a la literal. Sin embargo hay quien le ha cogido el guante y así vamos divirtiéndonos mientras damos vueltas a la profetizada muerte de la novela o a sus tratamientos paliativos.
El argumento básico de Verdú viene a defender que, puesto que el medio cibernético ha transformado la comunicación y el lenguaje cotidianos, hasta el punto de provocar una especie de mutación en el individuo lector que ahora se llama lector multipolar, la novela no tiene más remedio que pasar por el aro y darse la mayor prisa en adaptar ese tipo de lenguaje fragmentado, inmediato, desordenado, irreflexivo y superficialmente íntimo que caracteriza las comunicaciones a través de la red.
Por alguna razón insondable, Verdú siente fobia hacia la influencia del lenguaje cinematográfico en la literatura y sin embargo pregona a bombo y platillo la urgente incorporación de todos los tics internáuticos a la novela… o de lo contrario morirá. Suena un poco paranoico, la verdad. O mejor dicho: suena a discurso de iluminado. Vicente Verdú ha tenido una experiencia mística en forma de blog y quiere hacernos partícipes a todos de su revelación.
El autor de No Ficción se muestra entrañablemente despechado cuando propone levantar barreras insalvables (como si eso fuera posible) entre la literatura y el cine; audazmente estéril cuando propone el abandono del “hilo hegemónico” de la historia o la renuncia a cualquier estructura progresiva a favor de un tutti frutti accidental; o maniáticamente radical cuando defiende el uso exclusivo de la primera persona y las frases cortas con formato SMS.
Verdú tiene razón en dos cosas importantes: la fórmula del bestseller no será la salvación de la novela. El lenguaje escrito debe continuar siendo lenguaje escrito antes que nada; es decir, no debe descuidarse el trabajo minucioso del estilo y la autoexigencia debe aplicarse a cada párrafo, a cada frase, a cada palabra. Curiosamente, poco tiene que ver esto con la forma de escribir descuidada y espontánea de los blogs o los SMS. Y tiene razón en que el autor deberá siempre ser honesto y hablar de las cosas que le importan, las que le disgustan o le entusiasman, o de lo contrario se comportará como un escribano de ideas ajenas o high concepts de segunda mano y no tendrá nada nuevo que aportar.
Por lo demás, Verdú se equivoca en casi todo. La novela del futuro deberá atrapar al lector por el cuello (o por la solapa, o por otras partes más bajas) o no será una buena novela; la novela del futuro deberá tener estructura, dirección y un final que cierre de forma coherente el relato o no será una buena novela; la novela del futuro podrá escribirse en tercera, primera o incluso segunda persona, y eso no hará que sea mejor o peor novela; en cuanto a ritmo y estilo, la novela del futuro deberá imitar la personalidad del autor y no al esquema prefabricado y falsamente rompedor de los blogs, o de lo contrario será una novela con la caducidad de un bote de Nocilla.
Lo cierto es que todo el decálogo de Vicente Verdú me resulta muy simpático y constructivo (ahora estoy poniendo en práctica su mandamiento número diez) salvo en una cosa: su desprecio por los géneros y la ficción no realista. Cuando habla del “culto funerario del género” y de los “lectores melancólicos que transpiran alcanfor”, Verdú se pone faltón y pide a gritos que le den una colleja.
Está claro que yo nunca lograré ser un escritor posmoderno. Voy de luto y apesto a naftalina. Me decanto por la fantasía autóctona y no por las bitácoras intertextuales y supuestamente realistas ambientadas en la ruta 66.
Esta posmodernidad literaria ombliguista e hiperirónica corre el riesgo de establecerse como una inmensa planta de reciclaje capaz de tragar todo lo que le echen, pero que no sabe producir más que una sustancia amorfa y multicolor como resultado, eso sí, bien dosificada en cápsulas de media página e impresa en papel reciclado.
Decía Susan Sontag:
“El placer de la ficción es precisamente que se mueve hacia un final. Una novela es un mundo con fronteras. Por eso, para ser entera, unida y coherente, tiene que haber fronteras. Todo es relevante en el viaje que hacemos entre esas fronteras”.