El debate está en el aire. ¿Merece la pena traicionar esa visión romántica y alegre de fabricar fútbol por mor de la efectividad que tanto necesita un equipo sometido a una terrible urgencia histórica? ¿O por el contrario hay que mirarse en el espejo del propio Barcelona e iniciar un proyecto algo más tacaño en expectativas, pero acorde con la filosofía de lo que todos entendemos por madridismo?
Personalmente (y no pretendo sentar cátedra en algo que me toca tan de lejos) abogo por la segunda opción. La mejor decisión que tomó el Barcelona de Laporta su primer año fue rebajar las expectativas al mínimo, vendiendo ese primer año como de transición. Aquel Barcelona, como el Dépor de este año, dirigido por Joaquín Caparrós, consciente de sus limitaciones, buscó una fórmula alternativa de ilusionar al aficionado e implicarlo en su proyecto lanzando un mensaje poco triunfalista pero terriblemente efectivo: «Señores, no nos comeremos un torrao pero estamos invirtiendo en futuro y es la hora de estar todos unidos».
Ese mensaje y no otro, es el que ahora necesita un madridismo desbordado de insano revanchismo y de exigencias poco realistas e impropias de su verdadera y actual situación; algo que lo único que hace es dividir y cabrear a un personal que padece una crisis de identidad galopante y al que están intentando hacer comulgar con ruedas de molino. Estoy seguro de que los aficionados al Real Madrid se sentirían muchísimo más a gusto si les dejaran deshacerse de conflictos internos y ser lo que realmente son; entendidos admiradores del buen fútbol.
Ojo, es digno de aplauso que tras la victoria de Ramón Calderón y en escasamente 48 horas, se haya confeccionado un equipo honestamente competitivo y con posibilidades ¿Por qué no? de hacer un papel digno e incluso (aunque siendo algo generoso) luchar por el título de liga. Pero para mí, que no soy madridista pero creo que entiendo bastante bien a sus seguidores, este no es el camino.