El interés del lector

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A todos nos gustan las historias.  Cuando las contamos,  porque compartiendo con los demás nuestra experiencia, nuestras emociones y nuestra visión del mundo,  transcendemos los límites de nuestro ser individual y establecemos una relación de la que esperamos obtener la comprensión que necesitamos para sentirnos integrados en el grupo. De ese modo combatimos la soledad intrínseca del ser humano (todos nacemos y morimos solos) y encontramos un sentido a nuestra existencia plasmado en la contribución que hacemos al acervo de conocimientos de la especie, que será como una huella que dejemos en la vida más allá de la muerte.  Cuando las oímos, porque nos identificamos con el héroe de tal manera que hacemos nuestros sus conflictos, y las decisiones que adopte y los acontecimientos a los que éstas conducen se convierten en un ensayo o ejemplo de lo que un día podemos vivir nosotros.  Las historias son como espejos en los que nos vemos reflejados, permitiéndonos examinar nuestra conducta, nuestros vicios y virtudes, lo bueno y lo malo que hay en nosotros mismos.  Por eso, la narración de historias ha sido desde siempre uno de los métodos más eficaces de transmitir conocimientos y también, y muy especialmente,  las reglas y los valores morales de una sociedad. 

 Sin embargo, este proceso es totalmente inconsciente.  A despecho de que al terminar de leer una historia la visión del mundo del lector haya cambiado en algún sentido, influida por la del escritor, nadie se compra un libro de ficción para que lo adoctrinen.  Ni tampoco para aprender una serie de datos que vamos a necesitar para superar un examen o desempeñar una profesión, o porque su lectura sea obligatoria para acceder a un determinado circulo social o a un cargo público o directivo. Y mucho menos, para tratar de comprender u ofrecer apoyo moral al autor, al que ni siquiera conocemos personalmente.  Cuando leemos una historia de ficción lo hacemos para distraernos. Ni más ni menos. 

El interés del lector 3Leemos una historia porque durante el tiempo que estamos inmersos en ella nos abstraemos de nuestra monotonía cotidiana.  Hay quien piensa que lo hacemos para escapar de nuestro entorno y olvidarnos de nuestros problemas. Pero eso no es cierto, al menos, no del todo.  En palabras de Robert McKee, “las historias no son una huida de la realidad sino un vehículo que nos transporta en nuestra búsqueda de la realidad”. Todos sabemos que la Vida, así con mayúsculas, no es algo que se circunscriba a nuestro barrio, nuestro trabajo, nuestros amigos y parientes y, en nuestros momentos libres, recurrimos a nuestra imaginación o a la de otros para conocer esos campos de experiencia a los que no tenemos acceso ordinariamente y, aunque sea de forma vicaria,  saborear las sensaciones que echamos de menos en nuestras vidas.  De tal forma que el entretenimiento se convierte en un medio de “alcanzar un final intelectual y emocionalmente satisfactorio” (McKee) que contribuye en gran medida a nuestra salud mental. 

A la inversa de los escritores, que muchas veces son asaltados por historias que surgen de dónde menos se lo esperan y no consiguen librarse de ellas hasta que no logran darles forma y contarlas, los lectores son los que buscan las historias. Cuando les apetece, se acercan a una librería y, de entre todas las obras de ficción que hay disponibles en el mercado, eligen leer la que, de acuerdo con sus preferencias y estado de ánimo,  encuentran más atrayente.  De tal manera que, si queremos que nuestras obras se lean, y se lean hasta el final, tenemos que conseguir que nuestra narración capte el interés de los lectores. Y para ello no basta con el interés intrínseco que pueda tener.   El adulterio, por ejemplo, es un tema de interés universal. Por eso, no solo ha dado lugar a multitud de historias, sino que podría analizarse desde una perspectiva histórica, legal, social, religiosa, antropológica, ética, moral, etc, hasta llegar a escribirse una verdadera enciclopedia, seguramente muy apreciada por los expertos. Pero si el gran público sigue leyendo Anna Karenina o Madame Bovary,  a pesar de los años que hace de su publicación,  no es porque esté interesado especialmente en el adulterio  sino porque Tolstoi y Stendhal eran unos magníficos narradores que sabían hacer que las historias que contaban resultaran interesantes para el lector medio.