Mi nombre es Carlos de Abuin. Debo a la accidental coincidencia de dos hechos la unión de ese nombre y ese apellido por medio de la preposición genitiva «de». El primero es que mis padres decidieron bautizarme con dos nombres, uno de los cuales es Carlos y recibí por apellido Abuín. El segundo hecho, es que en realidad este apellido es el materno y le di prioridad (hace ya unos veinte años o más) sobre el paterno porque su sonido, recordaba, o al menos así lo creía yo, al nombre de David Bowie. Ah, se me olvidaba decir que, en ocasiones, soy músico…
Ni que decir tiene que, dado que me he reflejado a menudo en el espejo de la música, incluso la estética de Bowie, he asimilado y escuchado gran parte de su música; de hecho, poseo gran parte de los discos que ha ido publicando a lo largo de su extensa carrera. Y, como no, he procurado seguir sus incursiones en el séptimo arte, dado que también soy amante del cine (bueno, un amante algo perjuro, pero amante al fin) por lo tanto, he visto varias de sus películas, pero, mira tu por donde, hasta ahora no había tenido oportunidad de ver El hombre que cayó a la tierra y eso que fue estrenada en 1976.
Este filme, dirigido por Nicolas Roeg, se realizó en una época fundamental en la obra musical de Bowie, y es coetáneo de un disco cardinal en la discoteca bowiana: Low. El director, que ya había trabajado con estrellas del rock (Mick Jagger) en anteriores películas (Performance) y que había firmado una cinta inquietante y enrevesada, muy poética, basada en un relato de una escritora que me cautiva a más no poder, Daphne du Maurier -y me estoy refiriendo a Amenaza en la sombra– se pone en contacto con Bowie pensando, supongo, que sería una opción perfecta para interpretar a un alienígena. Y es que el glamuroso cantante siempre tuvo mucho de marciano.
Viendo este largometraje, uno tiene la impresión de que Roeg quiso hacer como Orson Welles con La dama de Shangai. Es decir, coger una novela que no pasará a la historia del género policíaco precisamente, bueno, en este caso de ciencia ficción, y con esa bizantina excusa cabildear una historia donde lucirse él, y donde exhibir al artista -Bowie, no Rita Hayworth– de moda, en pleno apogeo de su declive (el primero de ellos, de sus declives).
Sin embargo, el tiro parece salirle por la culata. Surrealismos aparte, y un paisaje y unos interiores a veces pulcros y angustiosos, la historia es decepcionante y tediosa a más no poder, y, cuando el espectador tiene presente el título, y la duración del filme (133 minutos) llega a preguntarse si en vez de llamarse El hombre que cayó a la tierra a lo mejor debió intitularse «La tierra se le cayó al hombre (encima)» vamos, entendiendo por hombre al sufrido público.
La novela, escrita por Walter Tevis en los años sesenta, presentaba al lector una amenaza a la tierra por medio de un extra-terrestre invasor, que acaba acomodándose a la opulenta y fácil vida humana (se hace millonario ¡qué casualidad!) e incluso obvia su trascendental misión conquistadora por entregarse a placeres mundanos como el alcohol, el sexo, a mansalva. Todo esto le servía al escritor como pretexto para criticar ya de paso, a la sociedad capitalista norteamericana. Pero yo no se si por culpa de la impredecible técnica del «cut-up» a la que siempre fue aficionado Roeg a la hora de estructurar los montajes, o porque, sencillamente, se encontraba falto de ideas, el caso es que poco hay de bicho usurpador, de dominador temible, en el blandito Bowie, más bien todo lo contrario, y mucho menos de crítica a nada, ni social, ni cultural.
En fin, entre los pocos alicientes del rollo, y nunca mejor dicho, que en una escena aparece un astronauta de verdad (Jim Lowell) -para los chiflados por el universo de los viajes espaciales- y que en otra se le ve el pijo a Bowie -para las féminas morbosas mayormente- y el resto es silencio, que dijo Wittgenstein, o lo insinuó por lo menos… me parece.