Paul es de estas perlitas de cine desasosegado que a veces llegan a los cines y que caen bien porque están diseñadas para ello. Esta en concreto es fruto de la dulce nostalgia por la ciencia ficción ochentera filtrada por el sentido del humor desenfadado de Simon Pegg y Nick Frost, la pareja responsable de Zombies Party (Edgar Wright, 2004) y Arma Fatal (Edgar Wright, 2007), ambas caracterizadas por mirar de reojo al cine de género y convertir sus clichés en instrumentos de parodia fluida, entrañable y reconocible.
Paul es una road movie por la memoria de los fans de la ciencia ficción, amenizada con diálogos ágiles y situaciones llevaderas sin atisbo de tensión dramática ni perspectivas de sorpresa que fácilmente pueden ser olvidadas vistas con cierta distancia. Lo que sobrevive de Paul es precisamente son los recuerdos que estimula con su abundante cantidad de guiños y homenajes a otras películas del género, las verdaderas protagonistas de este pastiche junto con un extravagante alienígena que recuerda más a Roger de American Dad que a E.T..
En definitiva, todo lo genuino de Paul son premisas y elementos vehiculares para volver a ver E.T., Encuentros en la Tercera Fase, Star Trek, Star Wars, Expediente X u otras más ocultas como Mi amigo Mac (Stewart Raffill, 1988) o Platillos Volantes (Oscar Aíbar, 2003), cuya estructura y planteamiento es bastante parecido. Insisto en que pesar de la sonrisa simpática que dibuja, Paul sólo invita a mirar atrás y a los lados porque le falta entidad propia. Cabría preguntarse si hay espacio en este siglo XXI para la comedia inocente, acostumbrados al humor sanguinario de Padre de Familia, The Office, Modern Family, al cine paródico de Stephen Chow o a los retratos de perdedores que el propio Gregg Mottola (director de Paul) consiguió brillantemente en Supersalidos o, de forma más comedida, en Adventureland.
Quizá el humor inofensivo ya no tiene lugar en la ficción contemporánea. Yo me inclino a pensar, dada la indiferencia dominante con la que con la distancia veo Paul, es que ya no somos tan inocentes, no sé por qué, y que el cine ingenuo y juvenil que se hacía en los ochenta no puede hacerse hoy en día porque no nos emocionamos del mismo modo, y esto lo demuestran películas como esta, que la sonrisa que pueda dibujar se borra en el momento en que sales a tomarte una cerveza.
Y dicho esto, estoy deseando que venga J.J. Abrams con Super 8 y me obligue a comerme mis palabras. De corazón lo digo.