Suso llevaba bastante tiempo sin sentarse a escribir. Había estado leyendo novelas de misterio y tenía aparcada la poesía. Pensó en el dichoso tópico de todos los escritores que dicen que la poesía es como el Guadiana, que aparece y se desvanece intermitentemente sin que uno pueda hacer nada por evitarlo. Fue una época dura para su creatividad. Un momento que presintió breve, pero que acabó extendiéndose en el tiempo como una lengua de lava que se arrastra desde la cima de un volcán, parsimoniosa y apocalíptica.
El verdadero peligro de esta dolencia no tardó en manifestarse: la obsesión. Se encontró casi sin darse cuenta sumido en una espiral de agobios que le atosigaban como un enjambre de acreedores violentos. Como esos zombies de las películas americanas que caminan a la velocidad de una oruga y a pesar de todo acaban por alcanzar a la protagonista y devorar su cuerpo. No podía pensar en otra cosa que no fuera escribir un maldito poema, más o menos decente, más o menos honesto.
Cada mañana salía a su busca. Leía el periódico gratuito que regalaban en el semáforo de la estación de autobuses buscando una noticia que le inspirase. Flirteaba con la señora de la cafetería delante de su roñoso marido provocando una situación nerviosa y pensando en el verso de pié. Miraba al cielo buscando un azul diferente. Observaba todo lo que se movía ante sí esperando que en sus ojos se dibujase un estribillo único. Pero nada. Volvía a casa y ponía a arder el Cd de Bach, pero era inútil. Bach no parecía ya Bach y acabó siendo SuperBach volando por la ventana. Todo lo que acudía a sus manos no eran más que rima banal y letras de niño. Tiró de Cesare Pavese, de Carlos Edmundo de Ory, estaba tan desesperado que se agarró a Bukowski. Pero era imposible. La poesía había desaparecido.
Se pasó varios días tirado en la cama. Sin hacer nada, casi sin probar bocado. Hasta que se acordó que llegaba el cumpleaños de Lola, su sobrina. Salió a comprar algo. Llegó al centro comercial y lo encontró rebosante de masa. Odiaba la masa pero no podía más que aguantar el tipo. Se acercó a la escalera mecánica. Intentó disimular su temor a que aquella serpiente robotizada le devorara un pié y con los ojos cerrados y rezando a un Dios en el que no creía, se subió en la escalera. Se agarró al pasamanos y al mirar arriba vio a aquella chica con la que siempre coincidía en el autobús. Cada vez que se veían solían hacerse un gesto con la cabeza, como un saludo, pero acompañado de una sonrisa malintencionada. Nunca se hablaban. Venía en la escalera de descenso, justo a su izquierda.
Estaba bellísima, como siempre. Su pelo moreno y lacio cogido con una leve cola atrás semicaída, como echa sin querer, con un travieso mechón de flequillo sobre un lado de la frente. Volvió a recogérselo graciosamente juntando las yemas de los dedos como los italianos suplicantes, dejándolo apoyado en su pequeña orejilla. Sus labios teñidos de carmín rojo, ni claro ni oscuro, vivo. Sonrisa nevada y clemente. Destacando en su piel morena natural. Sus ojos tiernos, de un verde aceitunado, de pestañeo lánguido, hipnotizante. Su cuerpo elegante, fino pero sinuoso. Allí estaba, coincidente, como no podía ser de otra forma.
Suso la miró una vez solamente. Y siguió pensando en el regalo de su sobrina mientras ascendía a la tienda como al cielo del consumo. ¿Qué sería? ¿un libro? ¿un juego? ¿ropita? Y ocurrió entonces.
Al pasar ambos por el mismo punto. Al converger sus cuerpos a la misma altura (algo lógico cuando uno sube y otro baja en dos líneas paralelas), ocurrió. Llegó la poesía. Sus manos se rozaron y Suso explotó por dentro. Los ojos se abrieron como si los párpados se hubieran despegado de la cara y sus órganos internos eran ahora una batería de un grupo heavy en pleno concierto. Se dio la vuelta. Ella no lo hizo hasta que llegó abajo. Lo miró, repitió la sonrisa contraseña del autobús y se esfumó como un hada en mitad del bosque. Él siguió ascendiendo de espaldas y al llegar arriba la serpiente le mordió un talón y cayó al suelo. Tirado como una tortuga boca arriba ante tanta gente, se sintió ridículo, felizmente ridículo. Se echó a reír. Tenía un verso en los labios.