Vuelve el genio de Manhattan con su compromiso anual con el público. Lo que ocurre es que cada vez es menos genio y más obrero estimable, de la misma forma que es menos de Manhattan y más europeo, en buena medida porque en el viejo continente ha recibido y recibe el reconocimiento que tantas veces le ha negado su país natal. Quizá por esto o por la edad o porque es un hombre con un ritmo de trabajo incansable, o por todo, lleva algunos años en los que ha dejado de centrarse en escribir historias y crear personajes para devolver parte del cariño recibido haciendo películas airadamente turísticas, ofreciendo su mirada personal de ciudades como Londres, Barcelona, ahora París y próximamente Roma, que de alguna forma lo han hechizado.
En algún momento, puede que después de Hollywood Ending (2003), y de forma descarada a partir de Vicky Cristina Barcelona (2008), Woody Allen se ha dedicado a esbozar escenarios, marcadamente elitistas pero con un innegable encanto, en los que enmarcar sus ramalazos neuróticos que desliza con su particular estilo y sentido del humor. Quizá porque se ve incapaz de desconectar el piloto automático llegó a calificarse a sí mismo de director mediocre, y aun así ha dejado varias perlas en el camino, como Match Point (2005), Cassandra’s Dream (2007) o Si la cosa funciona (2009).
Midnight in Paris es la más atractiva de esta serie de películas turísticas porque emana cierta autocrítica al respecto. No en vano, Woody Allen rompe la tradición de empezar la película ventilando los créditos sobre un fondo negro para abrir con una larga secuencia de postales de París, contestando así de una forma sutil e irónica a las críticas recibidas tras sus últimos trabajos. Sin embargo, y bajo el amparo de la autoconsciencia, la película propone, sin pudor alguno, una suerte de tour parisino con guía incluido y todo.
Tampoco es casual que el protagonista sea un guionista de películas de éxito que se considera a sí mismo mediocre e intenta hacerse un artista atacando el campo de la literatura. El alter ego de Allen para la ocasión, personificado en un fantástico Owen Wilson, tiene el anhelo de cambiar la mentalidad industrial de Hollywood por el paraíso artístico que simboliza París. A partir de esta premisa, la película se convierte en un viaje reflexivo, tanto espacial como temporal, con el tema del desencanto vital y la creencia de que tiempos pasados siempre fueron mejores como ejes vertebradores.
Esta vez sí, aflora la brillantez de Woody Allen, que se sobrepone a la linealidad superflua y deja espacio a la locura que le caracterizaba antaño. El intríngulis amoroso, las infidelidades y las conversaciones banales ocurren en fuera de campo, cediendo el protagonismo al recorrido delirante por distintas edades de oro parisinas, personificadas en grandes artistas que aparecen caricaturizados sin rubor, pero envueltos de una evidente aura de admiración por parte del director.
Midnight in Paris es un pensamiento en voz alta, una reflexión serena narrada de una forma surrealista con la que Woody Allen se reivindica modestamente como un cineasta de oficio que hace lo que hace como mejor sabe aunque muchos, y él el primero, echemos de menos ese genio de antaño que a día de hoy permanece adormecido.