Cierta noche me fue imposible conciliar el sueño. Lo de contar carneritos nunca me ha resultado. Me levanté dispuesta a utilizar algunos trucos: tomé zumo de naranja, hice abdominales, me paré de cabeza y volví a la cama. Pero, el sueño se hizo el sueco. Luego de darme unas cuantas vueltas, encendí la luz. La noche estaba serena, los grillos cantaban y el silencio estival me envolvió como un manto tibio y protector.
De un cajón saqué uno de mis libros favoritos, nada de Frankestein, ni Kafka o los cuentos de Allan Poe. Me decidí por «La Tierra Purpúrea«, obra cumbre de William H. Hudson–uno de los pocos libros felices que hay en la tierra, según Borges–que narra el vagabundeo forzoso de un inglés por la convulsa Banda Oriental (el actual Uruguay). Se ambienta en plena guerra civil entre blancos y colorados. Richard Lamb–el personaje principal–relata sus aventuras como súbdito de la Coronal Inglesa que se fuga con su flamante esposa de Buenos Aires, llega a Montevideo y va en busca de trabajo en el campo. El libro esboza con acierto la vida de los gauchos en esa época. Las escenas se suceden unas detrás de otras, chisporroteando gracia, malicia y un agudo sentido de observación.
Inmersa en la lectura, me encontraba en un llano donde pastaba apaciblemente el ganado, cuando Richard Lamb–que quería atravesarlo–se ve atacado por un feroz toro, y él corre desesperado por un campo desolado; viéndose perdido, se le ocurre una estratagema gaucha: echarse a tierra, fingiéndose muerto. El toro se acerca, empieza a olisquearle con el hocico húmedo, lanzando espesos bufidos, apuntando con las astas puntiagudas, y trata de voltearle con sus pesadas patas para mirarle la cara. El personaje está más muerto que vivo, se le forman perlas de sudor en la espalda, mientras es sometido a acuciosa inspección taurina. Estaba en eso, recostada sobre la almohada, cuando una araña de enormes patas transparentes hizo su aparición en el triángulo de luz que la lamparita proyectaba desde la pared. El arácnido, colgado de su hilo como un trapecista consumado, se había detenido muy cerca de mi nariz, a escasos centímetros del libro. El insecto tenía un bulto redondo y colorado en el medio. Me paralicé, de la misma manera que el hombre bajo las patas del toro, aterrada y asqueada. Me repuse y de manera instintiva, elevé el libro abierto hasta donde estaba la intrusa y cerré las tapas violentamente. Escuché un tenue chasquido al reventarse la panza. Coloqué el libro en el suelo y le puse encima textos más pesados, para que la condenada no escapara en caso de haber sobrevivido.
Apagué la luz y traté de dormir. Al día siguiente me encargaría de su cadáver. Mientras tanto, mi marido, que dormía en la misma cama, resoplaba plácidamente, sin haberse enterado de nada. Seguía despierta y temblando por lo acontecido, cuando tuve la curiosa sensación de que alguien me observaba en la oscuridad. Esta vez, apreté el botón de la lámpara principal. Pude ver desconcertada que una segunda araña, colgada del techo se disponía a aterrizar en mi cabeza. Di un grito y salté al suelo. Recordé un artículo donde unos investigadores americanos afirmaban que la gente, durante el sueño, se traga un promedio de ocho arañas por año. Sospeché que podía haber algo de cierto. Más rápida que una ardilla asustada, me apoderé de la raqueta que mi marido tiene sobre el velador, que despide una descarga eléctrica, y convertí a la araña en chicharrón a la minuta. Un olor a quemado se esparció por el aire. Me dediqué a cazar a todos los bichos, mosquitos y zancudos que habían entrado por la ventana. Esta vez, agotada, pude conciliar el sueño, pero desperté varias veces sobresaltada, convencida de que los pensamientos son como imanes: cuánto más terror tengo a los arácnidos, más me persiguen.
¡Os deseo a todos un Felíz Año Nuevo, lleno de bendiciones!