El germen de la historia

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A la hora de escribir una narración cualquiera, la primera idea que se nos ocurre, el elemento que nos evoca la emoción o pensamiento que queremos transmitir,  ese chispazo que nos hace decir: Aquí hay una buena historia, puede surgir de cualquier sitio.  Puede ser algo que escuchemos o que leamos,  un recuerdo de la infancia, un sueño que hemos tenido o una simple frase que se nos ocurre un día.  Pero da igual como aparezca. Lo importante es que, una vez ha surgido, debemos empezar a trabajar en ella.

Tenemos que explorar sus implicaciones;  analizarla desde todos los ángulos; rellenarla de personajes y situaciones; elaborarla, en suma, en un proceso que puede durar días, meses o incluso años, hasta que esa idea va tomando la forma adecuada para expresar nuestro universo particular y, al propio tiempo, suscitar el interés de los lectores.  Lo mejor, en este momento, es utilizar el procedimiento que Enrique Páez denomina “Escribir con brújula”.  

Existen, básicamente, dos formas de escribir:   Una (Escribir con brújula) es dejarnos llevar por el propio ritmo de la escritura, descubrir lo que pasa, lo que hacen o dicen los personajes a medida que lo vamos escribiendo, como si fuéramos exploradores de un mundo desconocido.  La otra (Escribir con mapa), es planificar el texto, determinar de antemano qué personaje va a ser el protagonista de nuestra historia, desde qué punto de vista vamos a narrar, dónde van a estar los acontecimientos cruciales, incluso cuántos capítulos o párrafos va a tener. Cuando nos iniciamos en la escritura, tendemos a pensar que la mayoría de los relatos y novelas se escriben con brújula, pero la verdad es que casi todos los buenos escritores escriben planificando.  Una historia es algo muy complejo, multidimensional, en el que cada uno de sus elementos (personajes, diálogos, sucesos, ambiente, tono,…) juega un papel determinado que se interrelaciona con los demás para lograr un todo armónico.  Por eso es muy fácil perdernos si no contamos con un mínimo de planificación, sobre todo cuando hablamos de textos con bastante extensión. Sin embargo, siempre hay que dejar espacio para la sorpresa, para la propia libertad e independencia de los personajes que, cuando cobran vida, empiezan a tomar sus propias decisiones hasta el punto de que muchas veces parece que se rebelan contra el autor.  Y es que la historia tiene su propia dinámica, su lógica interna, que descubrimos a medida que la vamos escribiendo y que a menudo nos sorprende, porque las visiones o las convicciones a las que responde, aunque se encuentran en nuestro interior,  suelen ser desconocidas incluso para nosotros mismos.   

Por otra parte, por mucho que caminemos a tientas, no es posible que no sepamos hacia dónde queremos ir, que ignoremos los hechos significativos, la emoción primaria que evoca en nosotros la idea inicial.  Las brújulas sirven para avanzar en una cierta dirección, aunque no sepamos exactamente cuándo ni dónde vamos a llegar.  De modo que, en realidad, ninguno de los dos sistemas de trabajo se da en estado puro. De hecho, podríamos decir que los dos son complementarios.  Pero de momento, en esta primera etapa embrionaria de la historia en la que apenas sabemos nada de ella (aparte de esa idea inicial),  debemos dejar a un lado la planificación y concentrarnos en conseguir que nuestra historia se desarrolle.   

Ante todo, debemos nutrir el germen de nuestra historia y para ello, tenemos que empezar por hacernos toda clase de preguntas alrededor de esa primera idea y anotar las respuestas tal y como se nos ocurren, dejando que el curso de la escritura fluya espontáneamente, sin borrar ni corregir, sino añadiendo cada vez más y más material a lo ya escrito, aunque sea contradictorio.  Reflexionar acerca del porqué nos ha llamado la atención esa idea concreta, qué intentamos decir,  porqué pretendemos expresarlo y hacia quién va dirigida. Elaborar anécdotas similares o análogas a las reales.  Empezar a imaginar a los personajes; determinar su modo de pensar, su edad, qué aspecto tienen y qué relación hay entre ellos.  Delimitar el tiempo y el espacio en que se va a desarrollar la acción, trazarnos una cronología y un mapa, siquiera mental, de ese mundo concreto y  recopilar toda la información posible sobre él. Pensar en los distintos puntos de vista desde la que podemos abordarla, en el tono más adecuado para contarla, en el género idóneo para ella.  Y, sobre todo, debemos elaborar un esquema argumental básico que recorra de principio a fin los hechos que queremos narrar, en el que se destaquen los personajes más significativos y se inserten las historias y personajes secundarios, si los hubiera.  

De esta forma, crecerá nuestro mundo y nuestros personajes ficticios, los acontecimientos se enlazarán y la historia se construirá por sí misma.  Solo entonces, cuando ya tengamos la historia ante nosotros, aunque todavía confusa y balbuceante,  podremos analizarla y decidir qué acontecimientos son significativos, quién va a ser el protagonista y quién la fuerza que se opone a sus deseos, dónde está el objeto de su búsqueda y cuáles son los motivos ocultos de sus acciones:   En definitiva, la historia, por sí misma, nos dará su significado y podremos empezar con la siguiente tarea:   la planificación de la historia.