No podemos imaginar una película de terror sin sustos; sería tanto como un circo sin el sonido de los latigazos, sin el redoble de tambor antes del salto mortal, sin el calor de la llamarada del escupefuego. Un fraude. Pero con la literatura de terror tenemos otras expectativas: nadie grita al pasar una página, nadie suelta las palomitas y se tapa los ojos con los dedos (entreabiertos), nadie se agarra a su novio para seguir leyendo. No. La literatura es otra cosa. La literatura son palabras y nada más que palabras, sin música de fondo ni efectos especiales ni primeros planos contrapicados.
Los escritores de terror se las tienen que ingeniar con el lenguaje para asustar; tienen que inventarse trucos de prestidigitación para que el sentido de sus palabras llegue directamente al corazón y a la piel del lector sin entretenerse más de la cuenta en el cerebro que las descodifica. Porque leer es un acto intelectual, ni siquiera cuenta con el calor vibrante de las historias contadas de boca a oreja.
Por descontado, cualquiera sabe que lo característico de una novela de terror es la atmósfera de inquietud en que nos envuelve. Lovecraft llegó a despreciar todos los demás elementos narrativos en beneficio de una ambientación malsana y angustiosa. Pero yo no quiero hablar de vagas inquietudes o desasosiegos sutiles sino del susto, simple y llanamente; todos sabemos lo que es un buen susto.
Tal vez sea un esfuerzo infinito y baldío intentar enumerar las distintas técnicas que los escritores de terror han encontrado a lo largo de la historia para provocar el sobrecogimiento, pero me voy a atrever con una categorización muy resumida:
1. El susto por irrupción de lo grotesco o lo monstruoso. Para ilustrarlo, un ejemplo doble y casi mimético:
“Me incliné hacia delante y me asomé; y justamente debajo de mí descubrí nada menos que una cara horrenda, blancuzca como la de un cerdo, que había llegado a un par de metros de mis pies. Más abajo, distinguí otras. Al verme a mí, el ser aquel profirió un chillido grotesco que fue contestado desde todas partes del Pozo…”
William H. Hodgson, “La casa en el confín de la tierra”.
“Me desentendí del asunto y me senté de nuevo. Y entonces vi aquello. Lo vi. La locura me ha robado los ojos, recuerdo que pensé. En la parte inferior de la puerta había una especie de gatera. Un agujero redondo sobre el cual descansaba una pequeña trampilla móvil. El brazo entraba por allá dentro. Un brazo entero, desnudo, larguísimo. Con movimientos de epiléptico, buscaba algo por el interior. ¿Tal vez el pomo? No era un brazo humano”.
Albert Sánchez Piñol, “La piel fría”.
2. El susto por la reinterpretación de lo que acabamos de leer en una clave siniestra. Se entiende fácilmente con el ejemplo cinematográfico de “El sexto sentido”; la revelación acerca del personaje de Bruce Willis nos estremece al mismo tiempo que reinterpreta toda la historia anterior. En literatura:
“Se oyeron pasos quedos y entreabrieron. Era una viejecilla simpática.
—¿Ustéd dirá?
(…)
—Pregunto por la señorita Susana, ¿no vive aquí?
La vieja le miraba empavorecida. Desasosegado, Arturo sintió crecer monstruosamente su desconcierto por el espinazo. Intentó justificarse.
—Anoche estuvimos en un baile, y le dejé mi gabardina. Me pareció verla entrar en esta casa… Es una joven como de dieciocho años. Con los ojos azules, azules claros.
(…)
La anciana se deslizaba ahora hacia la puerta de un pasillo, apoyándose en la pared, sin darse cuenta de que empujaba con su hombro una litografía ovalada en un marco de ébano negro que, muy ladeada, acabó por caerse. Del ruido y del susto anterior la vieja se deslizó, medio desvanecida, en una silla de reps rojo oscuro (…)
—¿Qué le sucede, señora?
Arturo volteó ligeramente la cara hacia la fotografía, la vieja siguió su mirada.
—Es mi sobrina Susana —hizo una pausa, luego, mucho más bajo, añadió—: murió hace cinco años.”
Max Aub, “La gabardina”
(Continuará. ¿Qué sustos literarios recordáis que os hayan impresionado?)