Inepta. Del todo. Era muy difícil que una adaptación del cuento de la Caperucita Roja saliera mal, incluso planteándola como una historia de amor adolescente, porque precisamente de algo parecido a esto habla el cuento. Más difícil resulta todavía teniendo en cuenta que Amanda Seyfried era (y ES) la actriz perfecta para el papel. No obstante, esta película es completamente vulgar, deleznable y, hasta cierto punto, insultante. Visto por un lado positivo, también se podría decir que Caperucita Roja tiene la dudosa cualidad que te permite dormir y despertarte en cualquier momento sin perderte nada, y no porque no ocurran cosas, si no porque cada mínimo avance es recordado una vez tras otra, por si acaso hubiera un perchero o un bote de palomitas entre el público al que le costara entender el filme.
La elección de Catherine Hardwicke como directora tan solo responde a la evidente intención de coger el rebufo al éxito de Crepúsculo y, de hecho, ella misma fue la encargada de dirigir la primera parte de la saga de los vampiros de mentirijillas. En este punto creo interesante comentar el perjuicio de este tipo de productos para el cine, ya que se está avivando un fuego realmente nocivo para la industria. No en términos económicos, evidentemente, porque es como carnaza para hienas, pero sí que se está imponiendo un nivel paupérrimo que colateralmente afecta a otras producciones que serían más apetecibles y que no encuentran financiación porque no resultan tan rentables como estos bodrios. Además, se está maleducando al público joven a fuerza de destrozar sin piedad relatos clásicos modificándolos en su forma y mensaje para convertirlos en filmes autistas.
Lo hemos visto en Caperucita Roja y pronto lo veremos en Beastly, que practica la misma castración al cuento de La Bella y la Bestia, cuya versión Disney es una de las mejores películas de animación de la historia y marcó el precedente de ser la primera de su condición en tener el mérito de ser nominada al Oscar a la mejor película.
El cuento original de la Caperucita Roja habla del despertar sexual de una niña/adolescente, no en vano el color de la capa que recibe como regalo es rojo, siempre asociado a la pasión, el sexo y la violencia. El hombre lobo, por otra parte, simboliza lo salvaje, el hombre extraño al acecho de esta niña todavía inocente pero suficientemente mayor como para entrar ya sola en el bosque. El lobo habla con caperucita, que rompe la promesa de no hablar con extraños, la engaña y luego se aprovecha de ella para comérsela, en un significado subyacente que remite a lo sexual. Luego las variaciones del final ya son fruto de la transmisión boca-oreja del cuento. En algunas versiones un cazador (el hombre civilizado) mata al lobo y salva a Caperucita. En otras, más inquietantes, el lobo se come a la muchacha y el cazador lo abre en canal y saca a la chica y a su abuela sanas y salvas. En cualquier caso, la moraleja es la misma: no te entregues a los desconocidos y quédate con el hombre civilizado (es decir, por la época, con el que decidan tus padres).
Ver la película tomándose el cuento un poco en serio, como creo que debería hacerse, es un error porque Hardwicke y los suyos no lo hacen. El precio de atraer a las jovenzuelas sedientas de amor enfermizamente virginal es maquillar la historia con un triángulo amoroso inocuo que, a diferencia de Crepúsculo, jamás da pie ni que sea a una duda mínima de la chica. La caperucita de esta historia, Valerie (Amanda Seyfried), ni siquiera es una niña que descubre su sexualidad y rompe lazos familiares; es un zorrón integral que aguanta con las piernas cerradas porque así lo dice la ideología que cimienta el filme.
Como si no fuera suficiente con esta construcción equívoca del personaje protagonista, la incomodidad de abordar de abordar el tema con cierto atrevimiento (tampoco esperábamos unos Amantes Criminales -François Ozon, 1999-, controvertida adaptación de Hansel y Gretel) lleva al absurdo intento de convertir Caperucita Roja en una versión involuntariamente paródica de Sleepy Hollow, con la trama principal centrada en la lucha de un pueblo contra la amenaza de un hombre lobo que podría ser cualquiera de los habitantes. Incluso la escena final es una especie de escena de salón propia de las novelas detectivescas que sobrepasa con creces los límites del patetismo.
De hecho, hay muchos momentos en los que Caperucita Roja parece su propia versión spoof, sobretodo en los momentos en que supuestamente está homenajeando a otros cuentos clásicos como Los Tres Cerditos, Blancanieves o Las Siete Cabritas y el Lobo; o cuando se cree que está revelando algo de lo que probablemente todo el mundo que no se haya suicidado ya se habrá dado cuenta. No obstante, lo que se lleva la palma es la ligereza con la que se ventilan el momento “que ojos más grandes tienes”, que casualmente coincide con el clímax del cuento, como ejemplo más claro del despropósito de la película.
Lo que han hecho, ni cortos ni perezosos, es convertir un cuento con moraleja conservadora en una versión ultracatólica (y se ha dicho lo mismo de Crepúsculo) de sí mismo, y me parece de risa que intenten disimularlo con una burda caricatura de la Inquisición que, ojo, no es racista ni nada porque hay negros trabajando para ella. No hay otra forma de definir la relación entre Caperucita y su enamorado que en términos de castidad y contención, unos valores obsoletos en este siglo que el cine para jóvenes no debería con tal vehemencia y, mucho menos, anteponerlos a la educación sexual abierta y sana. Si el cine un reflejo de la realidad social que le rodea y viceversa, películas como Caperucita Roja está fuera de contexto, no debería existir, y no hay suficientes planos aéreos de montañas que puedan cambiar esto.