Érase una vez una película de dibujos animados que creó Walt Disney y que aunque pasa por ser el primer largometraje animado que se realizó no lo fue de verdad. La primera fue una producción argentina, una sátira política, de una hora de duración, pero de la cual apenas se conservan imágenes ya que el celuloide fue reutilizado para fabricar peines.
En 1937 se estrenó «la locura de Disney» cuando en nuestro país estábamos -por desgracia- a tiro limpio. La película causó un gran impacto porque entonces lo normal era hacer cortometrajes y porque además los estudios Disney se esmeraron en ser diferentes, vamos en hacer cosas que no se había hecho hasta entonces, creando técnicas nuevas de animación. Así, por ejemplo, crearon un método para filmar decorados superpuestos que daban una sensación de profundidad. Analizaron cómo es el movimiento humano, para reproducirlo y dar sensación al espectador de realidad, pero claro, visto el film, más bien parece que lo que hicieron fue calcar dibujos de una película rodada con actores reales. Algo que en los años ochenta, creo, se hizo con la versión animada de El señor de los Anillos, solo que los creadores en este caso lo reconocieron.
Supongo que a estas alturas, el lector de este texto, ya se habrá dado cuenta que lo que pasa es que tengo hijos pequeños y que me he pegado mis buenas sesiones de cine infantil. Y si no, pues ya lo digo yo, para que se sepa. Al fin y al cabo, cine es, y dentro de este género hay auténticas joyitas y verdaderas obras de arte.
A mi lo que más me llamó siempre la atención de Blancanieves es el tratamiento del personaje, muy poco medieval pero muy de principios de siglo veinte; tratado desde un punto de vista muy conservador. Así, la princesa, para empezar carece de pecho ¿? y no se cambia de vestido en toda la película. Reza piadosamente por las noches, cocina ricos pasteles de manzana a los hombres y barre la casa y lava la loza que da gusto. Vamos, una perfecta ama de su casa; con el cerebro lavado y embobado con milongas de amores románticos y príncipes azules con voz de tenor de opereta pero sin un rostro reconocible.
Evidentemente, lo que hay detrás de esta rancia moral digna de mi paisano Escrivá de Balaguer, es una concepción machista y ninguneadora de las capacidades de la mujer para realizar tareas que no sean las propias del hogar. El bueno de Walt Disney, colaborador y delator del gobierno americano en la época de «caza de brujas» de comunistas, por cierto, demuestra en esta película su fidelidad a sí mismo, a su visión de lo era y debía ser el «modo de vida americano» es decir: capitalista, cristiano, patriota, valiente, mejor que todo el mundo, y todas esa retahílas de pensamiento único que infestan el cine norteamericano incluso hoy en día.
Lo mejor, por supuesto, ya que no todo va a ser malo, es el enanito gruñón. Además, con los años, cada vez me voy pareciendo más a él.