Robin Hood, Gladiador de los bosques

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Extrañas son las sensaciones que me invaden después de ver Robin Hood de Ridley Scott. El caso, pero, es que todo lo bueno que tiene la película, que es bastante, no tapa el hecho que realmente esta revisión del clásico, la génesis del Robin Hood que conocemos, no aporta absolutamente nada interesante al personaje. Que si la misma película se titulara Steve McFlugell (por decir algo) en vez de Robin Hood no la iríamos a ver, vamos.

Aclarado esto, Robin Hood es un derroche monumental de épica, al estilo de Gladiator (que inevitables son a veces las comparaciones…) pero sin el mismo trasfondo emocional. Cuenta la historia de cómo un forajido del ejército de Ricardo Corazón de León vuelve a su tierra guiado por la suerte y el destino, el dichoso destino excusa de todo, la historia mil veces oída del huérfano que descubre sus raíces, pone nombre a la sangre de sus venas y emerge como héroe.

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Escupiría si no fuera porque tras las cámaras esta Ridley Scott, y este hombre sabe un huevo de esto de hacer cine. Uno queda maravillado con espectaculares secuencias de acción como el asalto al castillo o la batalla final, tan precisas, tan elegantes, tan emocionantes, tan del mejor Ridley Scott. Lo que pasa es que flojea queriendo disfrazar de historia compleja una sencilla cinta de acción, y menos cuando el único personaje ligeramente matizado es el de Robin Longstride (Russell Crowe), por mucho que el grupo de secundarios desborden carisma por doquier.

Lo que si que es verdad es que Ridley Scott ha sido muy cuidadoso con el tratamiento del protagonista, midiendo muy bien los pasos que lo llevan a ser Robin Hood, combinando acertadamente la oscuridad de la incertidumbre que sufre Robin con la picaresca propia del personaje ya consolidado.

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En definitiva, Robin Hood es fácil que guste por su exhibición de técnica al servicio del entretenimiento, pero la apariencia exquisita no oculta el decepcionante hecho de que en la película de Ridley Scott ningún cordero se vuelva león.