Publicada por primera vez en 1898, Otra vuelta de tuerca, de Henry James, no solo no ha envejecido un ápice sino que continúa siendo la obra cumbre de la literatura sobre fantasmas. James, que además de un gran escritor fue un prestigioso crítico literario, formaba parte de la legión de admiradores de las obras del irlandés Sheridan Le Fanu, padre de la literatura de horror moderna, y no tardó en darse cuenta de que los textos sobre fantasmas se prestaban a interesantes experimentos con los que seguir sosteniendo sus teorías literarias, entre ellas las expuestas en El punto de vista, una obra capital en la que James argumentaba que “el narrador no solo es el sujeto, sino también el objeto de la narración”.
Así, Otra Vuelta de tuerca es un ensayo de sus tesis sobre la perspectiva. Al iniciar la lectura, inducidos por una introducción misteriosa de por sí que, aunque aparentemente ajena a la historia principal, nos proporciona las coordenadas necesarias para situarnos en ella, la trama se asienta sobre la percepción aparentemente objetiva de la narradora-protagonista, que se nos presenta como mera cronista de los acontecimientos.
Se trata de una joven institutriz típicamente victoriana, reprimida y puritana, de nombre desconocido, que acude a Bly (una mansión en el campo) para cuidar de dos encantadores huérfanos, Flora y Miles, contratada por su rico tío y tutor, que al parecer no desea hacerse cargo de ellos más que en lo estrictamente material. La institutriz, a la que adivinamos enamorada platónicamente de su patrón, llega a Bly empeñada en mantener una dignidad que nadie le disputa y llena de miedos y recelos que la buena acogida que le dispensan los niños y el ama de llaves, la señora Grose, no logran disipar. Además, su tranquilidad se ve pronto turbada por la repentina aparición de fantasmas. Su primera reacción -ocultar sus visiones al resto de habitantes de la casa- es sorprendente, tanto que empezamos a creer que solo son alucinaciones de su mente enferma.
Pero entonces la señora Grose, una mujer racional y sencilla, carente totalmente de imaginación y malicia, reconoce en la descripción que hace la institutriz del espíritu que acaba de ver a Peter Quint, un antiguo criado del dueño de la finca contra el que la buena mujer (representante típica de la mentalidad victoriana) tiene toda clase de prejuicios y al que atribuye una culpable relación con la Srta. Jessel, la anterior institutriz, ahora también convertida en fantasma.
Las palabras de la señora Grose no sólo nos convencen de la realidad de las visiones, sino que consiguen que demos por buenas tanto las anteriores palabras de la institutriz como su absoluta certeza de que el verdadero objetivo de los fantasmas es dominar a los niños. Obsesionada por su responsabilidad, el único medio de salvarles de su dominio que se le ocurre a la institutriz es someterlos a una vigilancia tan inexorable que resulta agobiante. Sin embargo, pronto llega al convencimiento de que los niños, imagen de la más absoluta belleza e inocencia, no solo ven a los fantasmas sino que están en connivencia con ellos…
La maestría literaria de James convierte el sencillo argumento en una obra de gran complejidad, tanto de fondo como formal. Además de realizar un profundo estudio psicológico de la compleja mente de la protagonista, el texto está estructurado de tal forma que su significado cambia completamente según cual sea el punto de vista que adopte el lector, de tal forma que los misterios que plantea no terminan cuando hemos acabado de leerlo. De hecho, cuando llegamos al final es cuando surgen las verdaderas preguntas: ¿Dónde está el mal? ¿A quién hemos de creer? ¿A la atormentada institutriz? ¿A la sumisa y paciente señora Grose? ¿O a los hostigados y un punto perversos niños?
Ácida crítica de la hipócrita sociedad victoriana, llena de alusiones, tabúes y sobreentendidos, en Otra vuelta de tuerca es cierto lo que parece imposible, y posible lo que parece increíble. Es una historia que se presta a múltiples interpretaciones, de tal manera que se convierte en varias novelas en una. De hecho, la ambigüedad es una de sus mayores virtudes y su hondura simbólica y psicológica es tal que no basta con una sola lectura para apreciarla. Por eso, aunque la crítica inicial no percibió sus excelentes valores literarios, se mantiene fresca a pesar de los años que lleva desafiando a los expertos que intentan analizarla desde su publicación.