No habrá paz para los malvados reflota el mejor cine negro español que vivió una época dorada en los años 50 y 60, en plena posguerra, con frescos sociales empapados de la veracidad un oscuro contexto y estilizados con influencias del cine de género de Hollywood y de la Nouvelle Vague francesa. Películas como Surcos (José Antonio Nieves Conde, 1951), El Cerco (Miguel Iglesias, 1955), Yo maté (Josep Maria Forn, 1955), A tiro limpio (Francisco Pérez-Dolz, 1963) o la prolífica filmografía de Julio Coll, por citar algunas, son ejemplos de un cine, vamos a llamarlo “de hombres”, marcado por una gran agudeza descriptiva y por unas historias cáusticas llenas de corrupción, violencia y personajes erosionados.
Enrique Urbizu, que ya había demostrado su solvencia narrativa en La Caja 507 y La Vida Mancha, repite matrimonio artístico con su co-guionista habitual, Michel Gaztambide, y su actor fetiche, José Coronado, para filmar su mejor película haciendo gala de un clasicismo trasnochado amalgamado de referentes (además de los ya citados podríamos añadir Eastwood, Kitano, Siegel y otros tantos) que condensa en un estilo propio identificable por la extraordinaria precisión en el desarrollo del guión, el ritmo narrativo y la planificación y el tempo de los planos; dotando una obra esencialmente feísta de una perturbadora y extraña belleza plástica.
Los primeros 15 minutos del film son balsámicos para un cine español que vive en dos extremos, el convencionalismo tontaina y el vanguardismo insípido, y que a veces olvida que recurrir a los géneros puros no significa hacer películas menores. El deambular nocturno de un Santos Trinidad (José Coronado) sumergido en alcohol se tuerce en una explosión de violencia injustificada y, ante su muestra de decadencia y culpabilidad, emprende una cruzada particular en un caso que no le incumbe.
Esto es lo único claro en una película voluntariamente hermética, concebida como un teatro de sombras a todos los efectos. Urbizu compensa la arriesgada decisión de no dejarnos acceder a la psique de Santos Trinidad o a las motivaciones del resto de secundarios con una narración exhaustiva y sincopada de los hechos que se van sucediendo, sembrando a su paso preguntas y sugerencias ocultas entre líneas sin una verdad última que poder alcanzar, como un rompecabezas de lo incierto cuyas piezas no encajan sin esfuerzo e imaginación.
Capítulo aparte se merece José Coronado, gran artífice de que No habrá paz para los malvados funcione como el metrónomo que es. Su catedrática interpretación de Santos Trinidad trasciende el marcado iconismo del personaje y lo convierte en un individuo profundamente enigmático en lugar de hacerlo en un Charles Bronson más, gracias a una perfecta lectura de las necesidades de la película (de la cual, recordemos, es el único protagonista), tan exigente en vesania como en autocontención dependiendo del momento.
Aunque la sensación al final es un poco de curiosidad insatisfecha, a uno le queda el buen cuerpo de saber que películas de una calidad tan fina no se hacen todos los días. Además, si tanto exigimos a veces al cine que deje de servirnos papilla producciones alienantes y sin alma, el cine también tiene derecho a exigirnos el esfuerzo de masticar algo sólido, complejo y difícil como esta película.