Los best-selleristas

0
80

Siempre que veo a un autor de best-seller en cualquier medio me pregunto cómo fueron sus comienzos. Es lo único que me atrae de estos autores de éxito porque, algún comienzo debieron tener. Por citar alguno, me gustó el de J.K. Rowing que, según contó en su día, escribió la primera entrega de Harry Potter en un bar, en su casa no tenía calefacción, mientras su hijo dormía en el cochecito a su lado. Ahora es más rica que la reina de Inglaterra, pero no importa. Te alegras lo mismo que si el premio gordo de la lotería le toca alguien muy pobre.

Confieso que no soy lectora de best-seller, no me gusta que me creen expectativas que me hacen, si leo alguno, quedar insatisfecha, además de no disfrutar de su lectura al buscar, mientras leo, aciertos que justifiquen su éxito.

Tampoco me gusta que un autor de éxito, si de verdad es escritor, no experimente con la literatura y se reinvente, en vez de adoptar siempre la misma fórmula para aumentar su fortuna y la de las multinacionales. Ken Follet dice en una entrevista que empezó a escribir para poder reparar su coche. Al mismo tiempo, se jacta de que sus agentes ya han negociado en Francfort los adelantos de los tres libros que escribirá de aquí a siete años.

No sé si la explicación de estos comienzos es un marketing más, que ha hecho que muchas personas se lancen a escribir, o es verdad. De todos modos, pienso que de alguna circunstancia debieron partir y darse a conocer.

También creo que algo genial deben poseer estos escritores, no sé si porque la Rowling ha dirigido su escritura a la poderosa imaginación de los niños o porque veo como engancha en niños y en menos niños. Como la escena que presencié hace unos días.

Estaba sentada, descansando mis pies después de una prolongada visita al museo del Prado, en un banco de los jardines y, a la altura de mi mirada, veo venir hacia mí un pantalón con la cremallera abierta. No, no piensen mal, por favor. Levanté la cabeza y pude contemplar a una mujer alta, metidita en carnes que iba caminando y leyendo al mismo tiempo el último ejemplar de Harry Potter.

Le hice señas, se subió la cremallera, pero no pude resistir darme la vuelta en mi asiento para observar si lo próximo, debido a su ensimismamiento, sería chocarse con una estatua de hierro de Igor Mitoraj que esos días poblaban todo el paseo.

No es mi intención con este post ofender lo más mínimo a quien sea devoto de esta literatura. Muy al contrario, pido por favor que me saquen de mi ignorancia porque, es el único caso en el que no me apetece conquistar la lectura de un libro.