Si el lenguaje estuviera vacío de contenido, ¿cómo podríamos polemizar? ¿Son las palabras las culpables o nuestra carga afectiva y psicológica el motivo de las controversias?
Estos días ha llamado mi atención la polémica creada por un artículo publicado en El País «Revanchismo de género«. La propia defensora del lector debido a la conmoción que suscitó contestó expresando el malestar con otro «¿Quién teme al feminismo?» Y también hubo un tercero con el título «Machismo y mordaza«. De los tres pongo el enlace porque para quien lo quiera leer.
No voy a entrar en el tema porque no es el lugar. Lo que quiero es fijarme en el significado de las palabras, y para eso escojo las dos en negrita del primer párrafo del artículo causante del revuelo:
“Su mirada es diáfana y la complementa con una sonrisa displicente, quizá un punto altanera”.
Tanto en este párrafo, como en los sucesivos, pienso que han sido seleccionadas con cuidado por su autor. ¿Con qué intención? Podrán juzgar si lo leen entero, pero cada interpretación de la chica de la pancarta dependerá de la mirada de cada persona.
Lo que quiero resaltar es que nuestras palabras se asocian a imágenes y sentimientos que agrupados mediante una sintaxis particular, dan lugar a las ideas y pensamientos de las que nos servimos para interpretar la realidad.
Ese monólogo interior transforma constantemente las reglas de acción que dirigen nuestras conductas. Y en esta labor interpretativa, las creencias desempeñan el papel de patrones que nos ayudan a otorgar significado a los acontecimientos. Pero también los miedos ancestrales. Y seguro hay más cosas de todo el entramado tan complejo que somos.
Todo esto me hace cuestionarme el cuidado al escribir porque como decía mi abuela, “la palabra pronunciada vuela, pero la escrita queda”.