Esta vez deseo hablar de mi Comunidad, Andalucía, sin desmerecer a las otras que componen nuestro país; mi paso por ellas también dejaron su huella y gratos recuerdos en mi memoria. Además de rendir un homenaje a nuestros mayores.
En los pueblos de Andalucía se encuentran reflejadas las culturas tradicionales, sus viejas costumbres, que generación tras generación han ido conservado. Bajo mi punto de vista como viajera opino que, hay algo único, peculiar y diferente en estos pueblos y es el carácter de sus habitantes. Son gente amable, acogedora y hospitalaria. Nadie se siente extraño, un cálido ambiente te envuelve.
Pueblos situados en laderas, a los pies de castillos-fortalezas, en llanuras, en la costa, marismas y sierras. En un sentido amplio, los pueblos andaluces se suelen identificar, de los del resto de nuestro país, por el empleo de la cal. Acabó imponiéndose por razones de higiene y por su pasado musulmán; han dejado su huella en muchas de sus construcciones, el blanco de las casas en contraste con los ocres de sus tejados. Las calles estrechas, sinuosas y con grandes pendientes. Pasear entre ventanas enrejadas y balcones que, parecen colgados, cuajados de flores que contrastan con sus paredes.
Cuando avisto desde la carretera, allá en la lejanía, algunos de los pueblos, por unos instantes imagino que, el conjunto de casas blancas es como un gran manto de nieve en medio de los cultivos. La luminosidad que irradia contagia la alegría, el sol y la luz son inseparables compañeros. Los paisajes suelen cambiar de forma apreciable, según las épocas del año, la naturaleza les recubre de diferente colorido.
Las provincias de Huelva y Sevilla las visito con frecuencia, ya que residen algunas de mis amistades. A través de sus familiares, los de más edad, he podido comprobar «in situ» que aún existen los cuentacuentos.
Suponía que el cuento popular era patrimonio de toda la colectividad de los pueblos. Estaba equivocada. He observado que solamente algunas personas conservan en sus mentes los cuentos que le escucharon a sus abuelos, padres y demás familiares. Creen estar seguras de saber cuentos y desean contarlos; pero cuando intentan recordarlos descubren que la memoria les ha traicionado, que se halla cercada por grandes espacios en blanco, y no son capaces de hilvanar ninguna historia. Finalmente optan por no contar nada. Sin embargo, hay otras que, aunque son también ancianos, recuerdan las viejas historias contadas al calor del «hogar»; poseen tal habilidad que, mientras narran «tapan» lagunas, enmiendan, recomponen saltos y vuelven a retomar el hilo, cuando ya lo había perdido. Al final es una historia perfecta, a veces, divertida.
En los pueblos es sorprendente la fidelidad de la tradición folklórica, se mantiene intacta durante siglos, de viva voz. Cada uno tiene su forma de relatar, que no sólo se mantiene en el lenguaje, sino también en la tonalidad, la mímica… Cada cual tiene su repertorio e interpretación durante la puesta en escena de lo que va narrando Los cuentistas nos informan de los acontecimientos que han ocurrido dentro de la vida tradicional lugareña, introduciendo, incluso, a los clásicos cuentos, cuyas características suelen coincidir con las de los contadores de romances, los recitadores de adivinanzas o trabalenguas, o los grandes conocedores de proverbios y refranes.
En estos pueblos dónde aún existen, afortunadamente, estas personas suelen ser los más ancianos del lugar, con experiencia de vida, autoridad moral y grande en sabiduría; su cuento es como una lección. He aquí cómo se perpetúa la tradición. La sencillez y la alegría de los pueblos andaluces.
Como referencia de cuanto he intentado reflejar, reproduzco un cuento, que he escogido entre los muchos que contiene los dos tomos de «Cuentos populares sevillanos», de José L. Gúndez García. Este autor ha recopilado cuentos recogidos de viva voz, en la tradición oral y en la literatura, por lo que la fonética se altera totalmente olvidándonos de la grafía.
«La camisa del hombre feliz»
En cierto país… ¡ muy lejos, muy lejos, muy lejos!, que de lejos que era no me acuerdo ni dónde era… Esto me lo contaba a mí, mi padre – que era muy viejo. Bueno, mi padre casi toda la vida se la ha pasado en el siglo pasado -, que había un rey que era muy, muy enfermizo. Y estaba cansado de ver médicos, todos los médicos de todos los países, a ver si podían curar al rey.
Total, llegó un médico, no sé de dónde, y le dijo:
-Este hombre lo que necesita es ponerse la camisa del hombre feliz, un hombre que sea feliz.
Y entonces fueron, ¡claro!. Naturalmente que fueron a buscar a la gente de dinero, los ricos: los condes, los duques, marqueses y esa gente que tuvieran, fueran más felices, porque estaban más bien de dinero. Pues nada, no encontraban a ninguno feliz. En esa clase de, de la alta burguesía no encontraba ninguno feliz.
Entonces fueron a la clase media, y menos: todos tenían un conque para que no fueran felices. Unos por una cosa y otros por otra, ninguno era feliz. Y entonces, ya se fueron a la clase más baja, y tampoco. Y dice:
-Bueno, vamos a ir al campo, a ver si encontramos a un hombre que sea feliz.
Y se fueron buscando por el campo, y estuvieron muchos días buscando. Cuando ya llegaron a un sitio, encontraron a un hombre, ya viejo, mayor, y su mujer. Vivían allí en una chocita, en una casita del campo. Tenían un huertecito, unas poquitas de gallinas, teníasn dos cabritas. Tenían un cachito de tierra para sembrar cereales, maíz, cositas de ésas. Y allí estaban con su ganadito, y ellos tenían de todo, porque tenían su huertecito. Comían frutita, fruta y verdura. Con la leche de las cabritas, hacían su quesito. Tenían unas gallinas, con los huevecitos iban, los vendían en el pueblo y compraban ropa y eso, en fin, lo más imprescindible. Pero vivían muy bien. Entonces llegaron allí, y le dijeron:
-Vamos a ver. Venimos buscando un hombre que sea feliz. ¿Usted es feliz?
Dice:
-Sí, señor, soy feliz.
Dice:
Bueno, usted, viviendo aquí en esta mísere casa tan, ¡casita tan mísere!
Dice:
-Pues mire usted, yo tengo de todo, para comer, para mí y para mi mujer. Y yo vivo feliz.
Dice:
-Entonces lo hemos encontrado. Mire usted, es que pasa lo siguiente: que el rey se ha puesto malo y ha venido un médico de otro país, y le ha mandado la camisa del hombre feliz.
Y dice:
-Pues mire, yo no le puedo servir.
Dice:
-¡Cómo que no! ¿Si es para el rey. Es para su rey? Usted lo tiene que servir.
Dice:
-Es que no puedo; no puedo servirlo.
-Pero ¿por qué? Si es que usted tiene la obligación de servirlo.
Dice:
-Sí, que tengo la obligación de servirlo, pero no tengo camisa.
La moraleja la puede añadir el lector.