Esta mañana me ha despertado el despertador, valga el pleonasmo. El muy puñetero no paraba de ladrar desaforadamente desde la otra habitación y malditas las ganas que tenía de levantarme pronto. Soy así de torpe; dejo el despertador puesto en vacaciones y encima fuera de donde duermo. El caso es que cuando he abierto los ojos me ha sucedido algo extraño -una especie de perdida de conciencia momentánea- no sabía quién era (ni mi nombre) y me ha costado reconocer el dormitorio (juro que por la noche no me acosté hecho una uva). Según ha ido pasando la mañana este incidente me ha traído a las mientes la legendaria película de Ingmar Bergman en donde se maneja el cineasta con el concepto del ser y de la identidad, o de la suplantación de la misma.
Versa la película sobre una actriz teatral (Liv Ullmann) que pierde la voz y la palabra, y de la relación enfermiza que va a seguirse tras irse a una casa en la playa con su enfermera (Bibi Andersson). Ya está. Eso es todo. Bueno, no del todo… se empecina Bergman, con este pobre argumento, en darnos una lección de ontología cinematográfica y de ensayo ilustrado, con imágenes en blanco y negro, que ha dejado pasmadas a generaciones de filocinéticos desde el momento de su producción allá por 1966. Y lo cierto es que la película, pese a la aparente simplicidad, tiene tela, y mucha, más que el traje de novia de una presumida princesa medieval.
La acrobacia del asunto, singular donde las haya, radica en una suerte de correspondencia causa-efecto, que, a buen seguro, se le apareció en un momento de caprichosa inspiración al director, y le dictó, a modo de apuesta o de reto, lo que podía suceder si dejamos a dos actrices (prácticamente) solas y le cerramos la boca a una de ellas; de tal modo, que, el silencio de una, sea más elocuente que la verbosidad de la otra. La premisa tiene tal pinta de fruslería teorética a priori, que por eso mismo se vuelve más verdad, y el resultado, la conclusión, es evidente por sí misma: cuánto más limitados estamos, más libres vuelan las riendas de nuestra creación;cuánto más callamos, más urgente y terriblemente interesante deviene el hilo de nuestro discurso.
Las dos actrices son dignas de los mayores elogios. Liv Ullmann porque, evidentemente, justo por no decir más que una sola palabra: «nada», debe confiar toda la interpretación a los gestos y las expresiones de la cara. Bibi Andersson por todo lo contrario; lleva el peso del guión y encima debe exponer sus miedos, sus secretos más íntimos, sus anhelos de ser otra persona; su emociones más primitivas como el afecto, la ira, el deseo de venganza, la violencia física y verbal, etc, apoyándose únicamente en su perpetuo e hirsuto monólogo.
Harina de otro costal son las imágenes ¿surrealistas? que abren y cierran la película. No tienen familiaridad alguna con el resto, aunque funcionan como símbolo del contenido, dando a entender que la realidad y la ficción pueden llegar a ser una misma cosa; como por ejemplo esa imagen compuesta de los rostros de Elisabeth (Liv Ullmann) y Alma (Bibi Andersson) que parecen ser un único rostro simbiótico que supera la dualidad de dos seres diferentes. Pero vamos, a mi entender, se podía prescindir totalmente de esos minutos de metraje extraños, e incluso desagradables, y la historia seguiría siendo la misma, y su mensaje continuaría intacto.