Empieza Millennium: Los Hombres Que No Amaban A Las Mujeres (Millennium I para los amigos) con una puesta en escena solemne, clásica, presentando el misterio central del film con un hombre mayor recibiendo por enésimo año consecutivo el perturbador regalo de su sobrina desaparecida. Y acto seguido pasa esto.
Unos créditos iniciales demenciales en los que uno casi espera ver impreso “Albert Broccoli presenta a Daniel Craig en Quantum of Solace”, pero que son un fogonazo tremebundo de cyberpunk con toda una declaración de intenciones por parte del director.
Y es que todo lo bueno de Millennium I es accesorio. Las dos versiones de la película, la sueca y la americana, demuestran la historia como thriller de investigación es bastante floja y que su atractivo reside en la habilidad de crear una atmosfera sugerente con una narración directa y potente, habilidad de la que David Fincher va sobrado.
El nivel de sofisticación de la dirección de Millennium I es brutal. Fincher explota su faceta más bizarra y excesiva de Alien 3, El Club de la Lucha o El curioso caso de Benjamin Button y la combina hábilmente con el estilo pausado y sutil de películas como Zodiac o La Red Social, creando un mosaico de imágenes rotundas con un atractivo oscilante entre la mera contemplación de lo explícito y la erótica del misterio.
Fincher funde a negro el paisaje desnudo e invernal de Suecia y lo ahoga en la sordidez, de la misma forma cada personaje va perdiendo su apariencia impoluta y descubre su lado más oscuro. Lisbeth Salander (Rooney Mara), sin duda uno de los personajes más atractivos de los últimos años, es el cuchillo que descose este tejido de inocencia que cubre la maldad escondida de los demás.
El aspecto descontextualizado y amenazador de Salander, su personalidad rota y, sobre todo, su inocencia escondida son un filón de extraordinario magnetismo que Rooney Mara sabe absorber y transmitir, alzándose como la perfecta solista de la sinfonía dislocada de Fincher. Ambos son la clave de que una historia de corte clásico se convierta en un prodigio de noir posmoderno cuyo único pero es su excesiva duración.