Suso Guevara tiene una extraña costumbre; bueno, en realidad tiene muchas, pero hay una que llama mi atención extraordinariamente: siempre roba los libros. No sé cómo lo hace, pero sí puedo decir que sólo desarrolla su bandolerismo en los grandes hipermercados. No es que tenga el mal de la cleptomanía, es que le molesta de manera quasi obsesiva que en estos “burdeles inmorales” se vendan libros junto a legumbres, bragas o fungibles informáticos. Así que él mismo se erige como la reencarnación de El Tempranillo y asalta sin piedad estos centros, llevándose consigo alguna novela de última generación o una antología reeditada de uno de sus muertos (como él llama a los poetas clásicos).
Suso marcha entonces con el tesoro oculto entre sus ropas y después de leer el ejemplar, si es de su agrado y el autor sigue vivo, se encarga de enviarle una prima pecuniaria a su dirección personal. Nada de editores ni agentes. Una recompensa exclusiva para el autor.
Cuando busca algo especial no duda en acudir a una librería de verdad, una de esas pequeñas en las que es imposible perderse y en la que el dependiente es un lector incesante, que conoce todos los géneros, un auténtico vademécum de literatura. Y lo paga con gusto. Ofrece el dinero y da las gracias, sabedor de que el valor de lo que lleva entre las manos es infinitamente mayor que aquel metal frío que da a cambio.
Olvidaba decir que Suso no abandona el lugar del crimen dejando a esos mercaderes sin escrúpulos de los hipermercados con las manos vacías. Le gusta dejar su marca, como esos asesinos en serie de las novelas policíacas americanas: Cuando él sale de estos centros, siempre pasa por caja. Pagando un rollo de papel higiénico… del más barato.